
2018: LOS MÍNIMOS Y LOS MÁXIMOS
A un año de la Elección más importante del siglo.
Por Francisco García Pimentel
En el mundo de los comentaristas políticos, analistas, politólogos, opinólogos y mentadores profesionales, hay muchas opiniones distintas sobre lo que debe suceder en el 2018. ¿Malo por conocido, rumbo bolivariano, regreso a la derecha, la hora del ciudadano…? No están de acuerdo casi en nada, salvo en una cosa:
En que el 2018 es particularmente clave para el futuro de México.
Ahora que nuestro socio principal –EEUU- se encuentra en su propia encrucijada; en que Europa vive una crisis mayúscula; en que Sudamérica lucha por encontrar identidad y unidad, en que nuestro país tiene crisis propias de confianza, corrupción, identidad, economía y valores…
Ahora en medio de todo esto nos piden que elijamos a quienes van a gobernarnos por otros seis años.
Y –seamos muy francos- está complicado. Hace tiempo que ningún partido o candidato se eleva para dar al país una opción real, que renueve las ganas de echarle ganas. Nos hemos acostumbrado tanto a votar por la opción menos peor, que llegamos a creer que no hay de otra…
Los partidos y los políticos han comprado esa idea a plenitud. Por ganar elecciones se han olvidado de gobernar. Por ganar elecciones se han olvidado de planear. Por ganar elecciones se han olvidado de pensar en grande, de imaginar el futuro, de proyectar para siglos en vez de meses. Se olvidaron hace rato de ser políticos para hacer política; es decir, decidieron ser grillos en vez de líderes.
¿El pueblo tiene el gobierno que merece? Es mentira. Es la mentira que los grandes corruptos, mentirosos, carroñeros y burócratas se dicen a sí mismos –y nos dicen a nosotros- para justificar su falta de carácter. Pero es una mentira que, a fuerza de repetirse, hemos hecho realidad: no esperamos nada de ellos y les hacemos fácil la existencia.
Cuando Estados Unidos se fundó estaban en una crisis económica insalvable, una guerra desastrosa, una podredumbre moral rampante, esclavitud, pobreza y sangre. Pero una cosa tenían clara: eran un país grande, aún antes de serlo. Lo mismo podemos decir de Alemania, Japón, Inglaterra o China: nunca se han dado la opción a sí mismos de ser otra cosa que una nación fuerte. Y esos pensamientos se convirtieron en discursos; esos discursos en hechos; esos hechos en hábitos y esos hábitos en sus destinos.
Aquí cada partido se ha decidido a hacer solo lo estrictamente suficiente para ser un poquito mejor –menos mezquino- que el partido de al lado. Creen que su victoria consiste en ganar elecciones. Han olvidado que su victoria consiste en soñar como locos y actuar como cuerdos; en proponer lo imposible y hacerlo inevitable.
Nosotros, ciudadanos, tenemos mucha tarea durante este año que falta para las elecciones del 1 de julio de 2018: tenemos que ir a votar y hacerlo de manera informada y con conciencia.
Pero los partidos también tienen otra tarea. Una mucho mayor: dejar de pensar chiquito, como si en las urnas se les fuera la vida. Recordar que la gente no se une en torno a partidos, colores, candidatos o slogans. La gente se une en torno a ideales altos, que son los únicos capaces de transformar la cultura y hacernos trabajar en lo inmediato para construir lo eterno.
Si esto suena absurdo, es porque nos hemos convertido en animales simples. Nos conformamos con la comida de hoy, con llegar a la quincena, con que no nos roben la cartera. Nos han matado el futuro, porque nos han dicho que no es nuestro. Nos han hecho ignorar esta verdad: que no existe una sola razón objetiva por la que México no pueda ser potencia en Latinoamérica, Norteamérica o el mundo. Lo repito: no hay una sola excusa real.
Este es –puede ser- nuestro momento. Es hora de pensar con magnanimidad, solidaridad y visión. Parafraseando a Henry Ford: tanto si creemos que podemos, como si creemos que no podemos, estaremos en lo cierto.